lunes, 29 de febrero de 2016

Casa tomada - Julio Cortázar (cuento)

Julio Cortázar






Casa tomada


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

viernes, 26 de febrero de 2016

Irreverencias maravillosas: Indagando en el abismo


Patrick Bateman (Christian Bale), protagonista de American Psycho



El texto de este mes para Irreverencias maravillosas, mi columna mensual en la Revista VozEd, analiza brevemente cómo y por qué el homicidio o la figura del asesino se han filtrado en diversas expresiones culturales.

La versión completa del texto se encuentra en este enlace


                                        Indagando en el abismo

Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse
a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo,
el abismo también mira dentro de ti.
Friedrich Wilhelm Nietzsche


Thomas De Quincey en su ensayo Del asesinato considerado como una de las bellas artes (1827) busca, a través de la voz mordaz de un joven homicida que forma parte de la Sociedad de Expertos en el Asesinato, analizar estéticamente al asesinato con la finalidad de conseguir un acto catártico, dejando de lado la agobiante moral para poder lograrlo.


El asesino es, entonces, visto como un artífice que exhibe sus creaciones a determinados espectadores críticos esperando cumplir ciertos parámetros estéticos e ideológicos y que, bajo esta premisa, le otorga la misma importancia al escenario que al cuerpo utilizado para culminar su obra. El asesino crea a través de la destrucción, de la posesión del cuerpo y la vida del otro.



Ferrotipo titulado "Weegee the Famous" (1968)




De Quincey propone en su obra mirar de manera directa y penetrante al infierno personal del asesino; contemplar el tumulto de elementos adversos que han ido aumentando las llamas y cavando cada vez más en lo insondable de su dolor para encontrar el quid. 


El asesinato debe aceptarse y comprenderse como una presencia intrínseca, instintiva y constante de nuestra enigmática mente, como una posibilidad latente, como una opción fatal y extremista de la tenebrosa naturaleza humana, perfilada incluso en el lenguaje común y las expresiones diarias.






La premisa de De Quincey es exhortar a los lectores para interesarse por la figura del asesino como si fuera la de otro ser humano común, a sentir empatía por una persona que por diversos y recónditos motivos ha realizado el acto supremo de subversión para así lograr comprenderlo, más no aprobarlo ni sentir compasión por éste.


El escritor venezolano Fernando Báez lo define de manera suprema: «Hay un instinto, una convicción en el asesino, que se cultiva a partir de las entrañas mismas del desasosiego, del asombro y de la sombra que llevamos en cada uno de nosotros, del rumor que nos signa, de los pasos que damos entre la oscuridad y la luz día tras día, de la incesante necesidad de afirmarnos como temblor, como intemperie y como olvido».

El siglo XIX vio nacer la atracción hacia los detalles y pormenores de la transgresión del asesinato, fascinación legada hasta ahora. En The Invention of Murder. How the Victorians revelled in death and detection and created modern crime (2011), Judith Flanders encuentra la razón explicando que al poder presenciar la escena de un acto tan deplorable y conocer sus pormenores, el público crea un vínculo auténtico y único con el homicida, con aquel que en apariencia es su igual, lo que dota de un halo escalofriante al suceso. Flanders expone decenas de descripciones de asesinatos que llegaron a su clímax con Jack el Destripador. Publicaciones escrupulosas y amarillistas eran el entretenimiento diario para una sociedad rodeada de tragedia y violencia de género, cuestión que no ha cambiado en absoluto.






A finales del siglo XX proliferaron las películas basadas en las vidas y los crímenes de diferentes asesinos seriales, reales o ficticios, como Kalifornia(1993, Dominic Sena), Copycat (1995, Jon Amiel), Seven (1995, David Fincher), American Psycho (2000, Mary Harron) o Monster (2003, Patty Jenkins). Mucho más reciente es la serie de NBC Hannibal (2013), donde el cadáver y la escena del crimen son convertidos en una obra artística, en una instalación que aguarda por sus espectadores.




Trailer de Kalifornia




Trailer de Hannibal



Ed Gein (1906-1984), uno de los primeros asesinos en serie más famosos de Estados Unidos —país que actualmente cuenta con más del 96% de los asesinos seriales, entre ellos Albert Fish (1870-1936), Jeffrey Dahmer (1960-1994) y Ted Bundy (1946-1989)— inspiró la novela Psycho (1959, Robert Bloch), misma que fue adaptada al cine el siguiente año con el mismo nombre por Hitchcock, y que dio lugar a la precuela Bates Motel (2013), serie televisiva de A&E. También inspiró a los directores de películas como The Texas Chain Saw Massacre (1974, Tobe Hooper), The Silence of the Lambs (1991, Jonathan Demme), House of 1000 Corpses (2003, Rob Zombie) y varias más que intentaron ser biográficas.




Albert Fish



Existe una larga lista de revistas y libros, tanto de ficción como de no ficción, con temáticas relacionadas con el asesinato. Algunos escritores como Pío Baroja o Benito Pérez Galdós quedaron fascinados con el crimen de la calle Fuencarral en 1888 en Madrid, y Truman Capote escribió la novela A sangre fría (1966) tras conocer la historia del asesinato de una familia en Kansas sin mayor motivo aparente. En La canción del verdugo (1979), obra galardonada con el Premio Pulitzer al siguiente año de su publicación, Norman Mailer ahonda en la vida de un exconvicto que reincide en el asesinato al poco tiempo de salir de la cárcel bajo libertad condicional.





En el ámbito musical, también hay una lista infinita de bandas con canciones inspiradas en estos hechos o en sus perpetradores tales como Mudvayne, System of a Down, Cradle of Filth, The Killers, Interpol, The Rolling Stones, The Police, Morrisey, The Flaming Lips o The Clash. Un caso específico es el de la canción «Suffer Little Children» de The Smiths, basada en la historia de la asesina británica Myra Hindley, quien, junto con su pareja, abusó y asesinó a 5 adolescentes en la década de 1960.



"Suffer little children" de The Smiths



Infinidad de circunstancias y propósitos han orillado a un gran número de personas —que sigue aumentando a diario— a convertirse en parte de la historia con cualquiera de los dos papeles posibles: el de víctimas o el de victimarios. Aunque algunos son más propensos a uno de ellos que al otro, el de victimario tendrá siempre más adeptos que encuentren placer en el sufrimiento ajeno, que requiera del cuerpo del otro para acallar la conmoción del frenesí con un impulso cruento. Y es que el asesinato confiere un lugar divino en el universo particular, convierte en atribuladas deidades fugaces a aquellos mortales que arriesgan su propia existencia para destruir la de alguien más.~

jueves, 18 de febrero de 2016

El confeccionador de deseos - Aniela Rodríguez (presentación)





Tendré el honor de presentar, el sábado 20 de febrero en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería a las 16:00 horas, en el pabellón de Chihuahua, el libro de cuento El confeccionador de deseos de Aniela Rodríguez junto con Gabriel Rodríguez Liceaga.

¡Allá nos vemos!








viernes, 12 de febrero de 2016

Tratado de las espirales - Víctor Roberto Carrancá (Presentación)







(Éste es el texto que leí en la presentación del libro en el Instituto Mexicano para la Justicia el 19 de febrero.)

Los sueños son una parte indudable y una pieza fundamental del proceso creativo, e incluso son lo más próximo a una segunda realidad, pues el ser humano pasa aproximadamente la tercera parte de su vida durmiendo. Kerouac afirmaba, incluso, que soñar es uno de los pocos actos capaces de unir a toda la humanidad.

Los tratados aristotélicos sobre el sueño determinan que estas visiones son afecciones del sentido común o espejismos que podrían explicarse como señales o coincidencias: la importancia del sueño reside en su interpretación, en su representación. En el siglo XVII, en su obra La tempestad, Shakespeare manifestó la certeza de que «Somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños».

En la mitología griega, el dios del sueño era Hipnos, padre de Morfeo y gemelo de Tánatos (personificación de la muerte no violenta), de quien también se creía que susurraba obras durante el sueño, como lo afirmaron autores como Coleridge o Cortázar. De hecho, el prólogo del Libro de sueños de Jorge Luis Borges reafirma lo anterior a través de «la tesis, peligrosamente atractiva, de que los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de todos los géneros literarios».

En Tratado de las espirales (Atrasalante, 2015), el segundo libro de cuento publicado de Víctor Roberto Carrancá (escritor mexicano, 1984), el autor crea una obra impregnada de psicoanálisis en la que presenta al sueño como una mancha voraz que  envuelve lo que se cruce en su camino, como un elemento tangible y brillante que trata de abarcarlo todo, de reclamar el territorio de la realidad y devorarla por completo.

Este tratado es una obra literaria que surgió, en parte, del inconsciente del doctor Sarcise (álter ego de Carrancá o viceversa), quien ha escrito el Tratado de las espirales de la mente, obra ficticia que bien podría pasar por un Necronomicón lovecraftiano (y que incluso podría tener su misma facultad: la de enloquecer a sus lectores) o un volumen apócrifo de la Enciclopedia Británica borgiana. Tanto para Carrancá como para el doctor Sarcise, no hay otra verdad que la que afirmaba Poe: «Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño».

En este conjunto de más de quince relatos, la intratextualidad y los vasos comunicantes entre hechos, personajes y sitios, abundan en un tratado de escenarios imposibles y situaciones delirantes que evocan una ilusión muy similar a «La escalera Penrose», una estructura que sólo permite el movimiento a través del flujo circular eterno, un loop inexplicable y demencial hasta el extremo, idéntico al que experimentan algunos de los personajes de Carrancá.

Las páginas cargadas de ironía, las revelaciones siniestras y los acontecimientos demasiado peculiares, las vueltas de tuerca en los momentos precisos, las extensas notas al pie que constituyen por sí mismas textos independientes y las voces narrativas con las que el autor decide experimentar, dan como resultado una afortunada y original obra del género fantástico colmada de imágenes maravillosas y perturbadoras por igual que enfrentan al lector a la contraposición de la belleza con lo terrible.

Carrancá demuestra en cada uno de sus relatos su don tanto para describir poéticamente un asesinato como para hacerlo de forma cruda y directa, sin evitar minuciosos y escandalosos detalles.

Habitan estas páginas relatos hermosos y terroríficos como «Disyunción», que presenta al alma como un elemento malévolo, como un virus letal o un ente mínimo, un parásito que puede desquiciar a su anfitrión.  

«Mientras los vecinos duermen» es un cuento que describe a una pareja que, más que destrozarse metafóricamente, lo hace de forma literal porque el amor es precisamente así: rabioso, una fiera despiadada a la que invariablemente se trata de domesticar una y otra vez.

En «…este documento irrisorio realizado por un demente (o soñador)», Carrancá parte del horror psicológico y de los deseos inconscientes para crear todo un universo engendrado por los sueños de un clarividente que deja una pregunta en el aire: ¿el ser humano será, en realidad, resultado de la mente de un solo soñador o será un personaje de un sin fin de sueños compartidos?

En otro de los cuentos, «La luz en los ojos», Carrancá describe la celopatía más peligrosa, aquella en donde la víctima es infiel de manera inconsciente e involuntaria: justo cuando sueña, en aquel espacio donde el ello se explaya en total libertad. Sus protagonistas, tanto el abnegado hombre como la —en extremo— desconfiada mujer, no hacen más que afirmar aquella sentencia de Voltaire en la que declaraba que los celos rabiosos son más perversos y fatídicos que la ambición o el interés.

«El fracaso de la paternidad» representa un peculiar y emotivo evento donde todos los hechos ocurren de forma inusual, pues los roles de género son intercambiados y se recrea una situación delicada de manera irónica. Una de las consecuencias de esta pertinente inversión en los roles provoca efectos que inducen a la empatía, a la reflexión, desde otra perspectiva, de un hecho natural que, quizá de forma egoísta, sólo uno de los sexos puede experimentar.

En el relato «El hombre de los tacones», Carrancá relata, más que el fetiche peculiar de un hombre mayor, la verdadera razón, el testimonio de un guardián de —a los ojos de la gran mayoría— lo absurdo, pero un absurdo que lo mantiene con vida, un absurdo que es lo único que conserva sentido en su existencia. A través de un narrador omnisciente, conocemos esta historia llena de probabilidades no confirmadas. Las notas al pie a lo largo del libro, específicamente en este relato, dan cuenta de una extensión del universo creado por el autor y son utilizadas como una peculiar estrategia narrativa que se vale de la sátira para exponer pruebas o testimonios igualmente ficticios.


Finalmente, el autor afirma con su Tratado… que una de las múltiples particularidades de la literatura es mostrar abismos externos —o sueños a manera de espejos para poder reflejar los propios— en los que el lector se reconozca a sí mismo y pueda comprender mejor al otro gracias a esa emptía.


Tratado de las espirales está a la venta en las librerías El Sótano y El Péndulo.

Para terminar, algunas de las mejores frases del libro y una entrevista que le realizaron en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de 2015:






«Las fosas nasales palpitan, apresuradas. Corazones lastimados.»  p . 18

«Pretextar una borrachera onírica no salva a quien el deseo se le presenta más sediento.» p. 21

«El calor lo abraza, lo envuelve con brazos secos y filosos.» p. 30

«Con el pie caen los brazos, el torso y todos los insultos.» p. 32

«El tiempo habría de evidenciar lo que la superstición dictaba: otras muertes habrían de relacionarse con las anotaciones de Gabriel Sarcise.» p. 36

«Ellos se muerden, rasguñan, rompen.» p. 38

«...resplandecía como si en el mundo sólo su cabello mereciera el color del oro.» p. 40

«Ella insistía en la normalidad de los impulsos que me dominaban en la vigilia: "Es solo la realidad", decía, "para eso estamos aquí. Para interpretarla. Después de todo, estamos progresando".» p. 47

«Toc. Toc. Toc. ¡Tanta rudeza! Entrometerse así, en la imaginación de otra persona. Inmiscuirse en las fantasías de alguien sin haber sido invitado.» p. 58

«Mi fantasía, el ejercicio simple de una mente aburrida,se ha tornado en una fijación imposible de evadir. Como los pensamientos obsesivos y recurrentes (la imagen de un pantalón mal doblado, de una corbata arrugada, el sonido de un segundero o una gotera necia), que acosan a uno durante la noche y que martillan, martillan, martillan, martillan.» p. 59

«...la realidad golpea de manera súbita y con más fuerza que el cuerpo que impactó contra el vidrio durante esa espiral de dudas.» p. 62

«...la realidad es más fría y necia que esa lluvia que intenta borrar la evidencia.» p. 64

«Lo cierto es que Sarcise consideró meritorio estudiar sus propios delirios y, peor aún, escribir un libro sobre ellos.» p. 70

«Una estrella pequeña, caída de quién sabe dónde, aterrizó en la punta del cuchillo.» p. 85

«Diego, brazos robustos de venas saltonas y vellos castaños y dormidos, se acerca al ahuehuete y lo abraza. No es el viento, sino la voluntad del árbol lo que hace descender las ramas, esas ramas de dedos cansados, para que, con sus uñas largas y secas, acaricien los cabellos del hombre.» p. 96

«Quizá, si algún astro sujetara este hilo tan delgado, yo dejaría de divagar tanto.» p. 103