miércoles, 23 de abril de 2014

Los franceses no existen – Víctor Roberto Carrancá

Víctor Roberto Carranca

Los franceses no existen es un cuento que forma parte del libro El espejo del solitario (Editorial Ficticia, 2014) de Víctor Roberto Carranca, cuya reseña publiqué en la entrada anterior en el blog.
Narra la historia fascinante de una pareja que, tras varios fracasos para tener un hijo, buscan la ayuda de un experto que hace realidad el deseo del que son cautivos desde varios años atrás.
Lo fantástico radica en sí en el origen inexistente de aquel prodigio, que denota su singularidad desde el aspecto físico hasta el lenguaje: un niño francés.
El protagonista, que es el padre, es la evidencia perfecta de la reacción humana a lo desconocido o a lo extraño, que fluctúa entre el miedo y la negación. Y es que, en realidad, son la paranoia y las alucinaciones las creadoras de una amenaza imaginaria y por tanto inofensiva pero colmada de  prejuicios que pesan cada vez más en la vida de aquellos que lo rodean, incluido, claro, su pequeño y único vástago.
Pueden leer el cuento directamente en donde fue publicado por primera vez, en el sitio web de la revista Vice.

 Sketch by Edward Gorey


Los franceses no existen
Permítaseme hablar acerca de mi esposa y del acto de traición que destruyó nuestro matrimonio. No importa que todo haya sucedido en otro plano de existencia, mi mujer me había sido infiel y el niño del que me suponía padre no era, en realidad, hijo mío. Esto es algo seguro, irrebatible y axiomático a pesar de que el engaño ocurrió en un espacio y tiempo distintos al que habitamos.
Han pasado muchos años desde que un doctor rescató nuestro linaje de las inclemencias del vientre de mi esposa. Pareciera ser que la vida confundió la barriga de mi consorte con una tumba de ilusiones paternas.
¿Cuántos niños perdimos allá adentro? No lo sé, pero debieron ser muchos puesto que cada vez que mi mujer se embarazaba, el feto desaparecía, de la noche a la mañana, sin dejar rastro.
He aquí que llega un médico resuelto a rescatar nuestra descendencia del pozo hambriento de la esterilidad. Aunque el estómago de mi querida estaba tan plano como la i de infértil y no redondo como la b del embarazo, el médico me aseguró que sacaría un niño de allá dentro. Tan pronto hizo esta declaración, el doctor le pidió a mi mujer que se recostara en el diván y abriera las piernas. Acto seguido, vistió su mano con un guante de plástico, se reclinó acucioso ante el arco creado por mi esposa, le levantó el vestido y… bueno, el caso es que esa misma tarde mi queridita logró dar luz a un niño que, por blanco y débil, me recordaba a una estatuilla de porcelana.
Para fortuna nuestra —corrijo, sería para nuestra desgracia—, la figura frágil que era mi hijo jamás se quebró bajo nuestro cuidado sino que creció, creció y creció para convertirse en un rapazuelo inteligente y peculiar, ay, tan inteligente y tan peculiar que no pude evitar cuestionarme sobre su origen.
Todo empezó una mañana en la que observé a mi hijo con detención y me percaté de las numerosas diferencias que existían entre nosotros. Me refiero a que él poseía una figura tan esbelta y seria como la de una botella de licor de albaseco, a pesar de que su madre y yo somos tan robustos y joviales como dos barriles del vino más corriente; o el hecho de que él siempre cuidara sus modales en la mesa mientras que mi mujer y yo nos alimentamos como dos marranos expuestos a varios días de inanición. Súmese a lo anterior, la razón más importante que habría de sembrar mi incertidumbre: el hecho de que mi hijo, a sus siete años, hablara un francés más elocuente y perfecto que el de cualquier francés que yo haya escuchado en mi existencia.
No me extrañaba que mi hijo, siendo tan pequeño, dominara un idioma en el cual nunca pudo haber sido instruido. Me extrañaba, eso sí, que la lengua que hablaba fuera justamente el francés, siendo que los franceses, al igual que los fantasmas, la felicidad o los conejos, no existen.
 He revisado cada mapa, enciclopedia y atlas y puedo asegurarlo, confirmarlo y reiterarlo: no existen los franceses. No existen, nunca han existido y tal vez nunca existirán. Aun así, mi hijo aseguraba hablar francés y yo no pude desmentirlo, pues a pesar de que nunca he visto, escuchado o imaginado a un francés, nada podía ser más afrancesado que esas palabras frías que mi niño sacaba de su boca como si su lengua fuera una cuchara para helado.
Tal vez esto hubiera pasado inadvertido. Tal vez su madre y yo hubiéramos creído que el hablar francés era parte de alguna fase conflictiva de la infancia. El problema, aquello que hizo brotar mi descontento y generó mis dudas sobre la fidelidad de mi pareja, el problema, repito, es que mi hijo hablaba muy bien el francés mientras que en nuestra lengua apenas pronunciaba una que otra palabra. Esto me llevó a una única, posible e irrebatible conclusión: mi hijo no era mi hijo sino el hijo de un francés. Sí, un francés hipotético, irreal e ilusorio, pero eso sí, con suficiente desidia para preñar a la esposa de un hombre honesto y cuya única falta fue considerar como inofensiva la inexistencia de los franceses. El hijo de un francés como aquellos en los que usted y yo nos negamos a creer.
Tonto no soy y sé reconocer a un francés cuando lo veo y, aunque me niego a creer en ellos, sí, con seguridad puedo decirles que mi supuesto hijo estaba emparentado con algún francés y no con este humilde hombre al que sólo le queda, como única riqueza, un relato aburrido aunque no exento de penas.
Días después, cuando reuní el valor para interrogar a mi esposa, ella me aseguró que jamás había estado con un francés, que ni siquiera sabía lo que era uno y por el tono en el que yo se lo cuestionaba preferiría nunca saberlo. Yo confío en mi señora. Siempre lo he hecho. Pero las evidencias dictaban que aunque nunca estuvo con un francés, nunca lisonjeó ni conversó con uno, mi esposa tuvo el hijo de un francés y no el de un rodeniano como yo. Por ello no tuve más opción que confesarle a mi hijo que él no era hijo mío y que su vida se basaba en un engaño.
Resumiré este desagradable episodio con mi hijo llorando en el patio, preguntándose (en francés, por supuesto) por el sentido de su existencia. Y digo resumiré porque aunque mucho ocurrió después, ahora sólo he de hablar de lo que sucedió a partir de que el muchacho supo que él era en realidad un francés y no un rodeniano como todos pensábamos.
Sin duda mis palabras agravaron la enfermedad del niño, puesto que a las pocas semanas de hacerle saber su condición de francés, el pequeño comenzó a olvidar todo acerca de nuestra hermosa Roden.
Sucedía, por ejemplo, que si en la escuela se le cuestionaba sobre cualquier tema de historia —como, supongamos, el nombre de los 27 monarcas cégicos—, el niño excretaba una lista de incomprensibles nombres franceses. Lo mismo ocurría cuando debía cantar nuestro himno, recitar un poema tradicional, sumar, restar o jugar a la pelota. Todo le salía en francés y, al poco tiempo, mi hijo ya no sabía hacer nada en nuestro idioma.
¿A dónde, me pregunto, habían ido todas las historias que le contábamos por las noches? ¿Por dónde se escaparon los relatos de cuando Matías Papalote mató a su esposa y la enterró en una nube o aquellos acerca de José el Solitario y de cómo lo internaron en un asilo por escribir desvaríos como este?
Se quedaron, eso sí, miles de palabras francesas que se amontonaron en su boca al grado de hacerle nudos en la lengua y provocarle úlceras en las encías —unas pústulas blancas que el médico atribuyó a la falta de vitaminas aunque usted y yo, sabemos diferente.
Llegó el momento en que a mi hijo le cambió incluso el nombre y, de un día para otro, ya no se llamaba como mi mujer y yo decidimos nombrarle, sino que respondía algún nombre francés que nunca, nunca, pude pronunciar.
Al final, el muchacho ya no tenía nada de hijo mío. Cuando nos dirigíamos a él, sus ojos se transformaban en dos túneles que llevaban hacia un lugar extraño, abundante en viñedos, campesinas hermosas y muchos, muchos conejos —sí, amigo ¡conejos!
—Hijo mío —le decía yo al verlo abstraído en ese mundo interno—, soy tu padre, ¿acaso no me reconoces?
Él abría su boca y me decía algo que en su idioma debía significar:
—Señor, ¿hacía a dónde emigran las aves en invierno?
Después de mucho meditarlo, concluí que no quedaba más opción que pedirle que se fuera de la casa. Preparé una maleta en la que guardé algo de ropa, comida y lo que cupo de mi tristeza. Yo mismo llevé a mi hijo a la puerta. Una vez afuera, él agitó su pañuelo en señal de despedida y comenzó su camino hasta desvanecerse entre la niebla de nuestra querida ciudad de Roden.
Es el momento de poner un punto final a la vida de mi hijo, pero no puedo hacer lo mismo con lo que respecta a esta historia. Aún abunda el dolor y la desesperanza y, aunque le puedo contar muchas otras penas acerca de mi vida, creo conveniente seguir con la que iniciamos. Así que dispénseme por no contarle acerca del linchamiento de mi primo hermano o de cuando mis sobrinos perecieron en manos de un maniático. Ya habrá tiempo, estoy seguro de eso, sea aquí o en otro lado. Pero ahora, a lo que sigue.
Convencido de que estas desgracias fueron consecuencia de la intangible infidelidad de mi pareja, convencí a mi mujer para que se entregara, sin dilación alguna, a las autoridades. Acudimos juntos a la comisaría. Tomados de las manos y con lágrimas en los cuatro ojos le relatamos a un oficial lo sucedido.
Por fortuna en Roden la justicia ha quedado en brazos de hombres comprensivos. A pesar de la falta de pruebas y de lo irracional que sonaba nuestra historia, los oficiales consintieron el arresto inmediato de mi esposa.
Antes de que se la llevaran a las galeras, mi mujer y yo nos despedimos con un abrazo, más fuerte y amoroso que el que intercambiamos el día de nuestra boda. Ella se disculpó por haberme engañado, de manera tan misteriosa, con un francés inexistente. Yo le dije que eso ya no importaba.
Sin mujer e hijo. Así quedé por culpa de un francés irreal aunque, repito, muy insidioso.
A veces pienso, con cierta esperanza, si el haber tenido el hijo de un francés significa que alguien, en alguna parte, ha tenido un hijo mío. ¿Se trata, acaso, de una reflexión disparatada? ¿No es posible que alguien, un amigo, un vecino, un pariente lejano, haya concebido a quien debió ser mi hijo?
Piénselo. Tal vez, poniendo atención, usted mismo descubra que su hijo no es, como siempre ha creído, un hijo suyo.

De ser así, lo insto a presentármelo. Quizá su niño me mire y, al hacerlo, su corazón, tan solitario como el mío, gritará con un latido: “¡Mira pequeño, éste es tu padre!”

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