martes, 8 de mayo de 2012

Naftalina y azafrán* - Lola Ancira

El escudo de armas de los Schwarzenberg en el Osario de Sedlec, República Checa.

Como cada año, hasta finales del mes de diciembre, el hogar de Sativus daba muestras de vida gracias a los cinco inquilinos que estremecían la estática, que consumían con la mirada y que carcomían la indiferencia de su vida.

Los conocimientos de taxidermia de Sativus convertían a aquella enorme cabaña en un sitio inconfundible, ya que los trofeos de caza, las figuras de animales imponentes y los dioramas invadían cada rincón, cada repisa y cada pared.   

No era un cazador aficionado, ésta inclinación estaba arraigada en sus entrañas por la cercanía que sentía hacia la naturaleza y por los constantes encuentros, desde muy pequeño, con animales bestiales y atroces; pero en estado de indiferencia, como adormecidos, en la mesa o en el piso del taller, donde el olor a naftalina se apoderaba de la más pequeña partícula en el aire y absorbía a los demonios que roían los cadáveres, ese mismo aire en que la naftalina en veces se apoderaba de la atmósfera de toda la residencia, y el cual con el paso de los días se convertía en un atavío más. El mismo aire que el azafrán luchaba por recuperar, tratando de expandirse más allá de sus dominios en la cocina.

Conforme pasaban los meses, Sativus se aseguraba de que por lo menos cuatro de sus inquilinos pasaran la noche del veinticuatro de diciembre en la cena navideña con él, explicándoles como añoraba los tiempos de convivencia en esas fechas con su familia que ahora se reunía seis metros bajo tierra, sin él.

Nunca se caso y tampoco tuvo hijos, por lo que a ellos les resultaba difícil no aceptar tan amable propuesta de su solitario casero.

Debían ser específicamente cuatro, pues el quinto tendría que ser destinado para poder llevar a cabo la inexorable celebración anual. Sólo el azar jugaba un papel significativo en la selección, no había una estrategia preliminar, pues únicamente aquel que se mostraba indiferente o se negaba a hacer acto de presencia aquella noche, era el sentenciado anónimo.

El inquilino desertor habitualmente salía sin ser visto y no regresaba en el mes de enero, llevándose consigo un rastro de naftalina que se perdía entre especias y el propio olor a muerte.

Una semana antes de la cena del día veinticuatro, Sativus se dispuso a afilar los cuchillos, limpiar perfectamente la impecable vajilla de plata y concedió dos semanas de vacaciones a la robusta cocinera. Realizó la compra de las especias necesarias para el gran festín y no escatimó en cuanto al ingrediente principal: el azafrán.

Diciembre es un mismo escenario anualizado: durante el día se observa la mesa con manteles adornados alusivamente a la estación del año,  el rojo vivo predominando por todo el lugar y una calidez en el aire igualando en artificio a la naturaleza muerta presente. Por las noches, las velas ardiendo en la penumbra, con flamas danzantes que mezclan entre sombras los ojos apagados, los colmillos afilados, las alas extendidas y una atmósfera que pesa y oprime el ánimo al punto de asfixiarlo.

Al fondo de la estancia, un gran árbol refleja cien veces en pequeñas esferas aquel sombrío espectáculo  en tanto que haya luz que lo facilite, este espectáculo que más que reflejarse, parece estar dibujado sobre la superficie de las esferas, dando lugar a un paisaje recurrente, como al observar un cuadro que tiene años en el mismo sitio.

El veinticuatro de diciembre, a las ocho de la noche, se llamó a todos los invitados al comedor. Había una fuente de carnes frías para saborear diferentes bocadillos y varias botellas de vino ibérico,  en copas de cristal. El brillo de la vajilla hacía nacer el temor de ensuciarla, de tocarla siquiera, o de opacarla sólo con observarla sobre la mesa.

Pasaban los minutos, los comensales saboreaban con agrado los bocadillos y el vino, mientras la conversación se avivaba, las sonrisas aumentaban y el contacto humano se hacía presente.

Un par de horas después, Sativus se retiró y anunció que la cena comenzaría en unos minutos. Fue hacia la cocina, donde lo esperaban tres platillos adornados delicada y ostentosamente, toda la carne había sido removida con mucho cuidado de la piel y de los huesos; con todo la sutileza de un taxidermista.

Las viandas fueron llevadas hasta la mesa y presentadas debidamente, los comentarios respecto a los alimentos y su procedencia, al momento de degustarlos, no se hicieron esperar; pues su sabor específico y exquisito despertaba la curiosidad. Era un sabor no conocido y al mismo tiempo asombroso. Lo único que se dio a conocer fue que esa carne era la mejor de la región.

El placer invadió los cuerpos, el vino intensificó el ánimo y la avidez para comer; una extraña delectación trajo consigo un éxtasis tóxico.

Sin advertirlo, Sativus se había perdido por un instante de la quimérica escena, para traer consigo inesperadamente unas pequeñas cajas, adornadas meticulosamente  y cubiertas con fino terciopelo, cada caja de un color diferente.

Dentro de cada caja, había un mecanismo que unía piezas mecánicas y orgánicas en un artificio oscilante entre la vida y la muerte. Cada uno con su respectivo pequeño sobre de naftalina, para evitar la humedad.

En el amanecer y ya satisfechos en todas sus necesidades, una complicidad invisible y espontánea hizo que cada uno se retirara a su habitación, tranquilamente, donde acomodarían sobre una repisa sus nuevas adquisiciones y terminarían de dispersar gran parte de la evidencia, al tiempo que su mente suprimía ciertos recuerdos y pensamientos inauditos.



Lola Ancira, México, 2008.

* (Este fue uno de los cuentos ganadores del Concurso de Cuento Navideño 2008 de la Facultad de Lenguas y Letras a través de Librerías Gandhi.)

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